jueves, 9 de junio de 2016

FILOSOFÍA SIMPLE DE LA REALIDAD.



   

   Cuando mi hija tenía ocho meses de nacida; vacacionando en familia en una hermosa playa, metidas al mar, donde el agua llegaba a mi cintura, repentinamente nos azotó una inmensa ola. En un movimiento instintivo, abrí los brazos y perdí a mi hija en las inmensidades de la embravecida ola. En segundos, la ola me arrastró con fuerza y me sacó a la orilla, mientras yo lloraba y gritaba con fuerzas el nombre de mi hija, que ya no estaba en mis brazos. Corrí desesperadamente, otra vez hacia el mar, en un intento por encontrar, rescatar a mi hija y antes de pisar agua, pude ver en la orilla un pequeño bulto de arena, que se agitaba con fuerza, con llanto de bebé y sobre el bulto arenoso, un cangrejo que corría asustado, buscando tierra firme donde escarbar. Finalmente,  de un manotazo, le sacudí el cangrejo de encima,  tomé a mi hija  entre mis temblorosos brazos y lloré desconsoladamente.

    Desde el momento en que recuperé a mi hija, lo que hacía era llorar, pensando en que pudo haberse ahogado y tal vez nunca hubiese recuperado su cuerpo. También pensaba en que me  entregaban su cuerpo azul, con su pancita hinchada como un globo de agua y cuando más lloraba, era cuando pensaba que me entregaban sólo parte de su cuerpo desmembrado por animales. Cada vez mi mente complicaba más los resultados de aquél posible ahogamiento.

    Así transcurrieron alrededor de casi cinco años, aunque iba a la playa, no me metía al mar. Tomaba una pequeña vasija y le echaba agua a mi hija al igual que a mí. Pasaba largas horas en estado de ansiedad, inquietud y nerviosismo, sin quitarle la vista a mi hija de encima. Y en un día de playa, podía llorar entre una y tres veces, recordando el episodio de aquél terrible accidente. 

        Cuando mi hija cumplió los cinco años, ya no se dejaba bañar a la orilla del mar, ella quería disfrutar del agua y de las olas. Le ponía un salvavidas de brazo, un chaleco inflable y un flotante circular y me instalaba a la orilla del mar a vigilar el baño libre, alegre y divertido de mi hija y por ratos, cuando venía una ola grande y la arrastraba, recordaba el pasado y volvía a llorar por lo que pudo haber pasado.
    En una de tantas veces, mi pequeña se percató de mi llanto y me preguntó -¡Mami, por qué lloras? Yo le conté, lo que había pasado y lo que pudo pasar. Y ella me respondió con la infinita sabiduría de la voz de la inocencia: -¿ Mami por qué lloras por algo que no me pasó? Mírame aquí estoy, yo no me sé ahogar. Ay mami, no llores, yo estoy viva. ¡No ves! Dile a papá Dios que estás feliz, porque no me ahogué.  Ven, te estás perdiendo de divertirte conmigo. Me abrazo y me estampó un beso.

    Las palabras de mi niña, me estremecieron y me di cuenta que tenía razón: Había pasado casi cinco años, llorando, sufriendo, quejándome, lamentándome, atormentándome por algo que no había pasado. ¡Había estado actuando completamente fuera de mi verdadera realidad! Mi verdadera realidad,  era que mi hija estaba viva, que yo era una mujer y madre sumamente feliz, porque la vida, nos había regalado a ambas, una nueva oportunidad de estar juntas. Había distorsionado la realidad. Dejé de agradecer, de disfrutar de lo natural, lo simple y  sencillo  de mi maternidad y  el diario vivir;  para complicarlo con todas aquellas elucubraciones, que en un punto de mí experiencia vital, se convirtieron en una especie de submundo tan real, que poco a poco se estaba apoderando de mi verdadera realidad.

    A veces actuamos como los cangrejos. Vivimos vagando, desplazándonos  sobre nuestro fondo y nadando entre dos profundidades.  Escarbamos hasta lo más profundo de nuestras arenas emocionales,  para autolastimarnos despiadadamente  con nuestras pinzas mentales.

Marisol Gazcón
Foto tomada por mí, en Punta Arena. Estado Nueva Esparta. Venezuela.

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario