Cuando mi hija tenía ocho meses de nacida; vacacionando en familia en
una hermosa playa, metidas al mar, donde el agua llegaba a mi cintura,
repentinamente nos azotó una inmensa ola. En un movimiento instintivo, abrí los
brazos y perdí a mi hija en las inmensidades de la embravecida ola. En segundos,
la ola me arrastró con fuerza y me sacó a la orilla, mientras yo lloraba y gritaba
con fuerzas el nombre de mi hija, que ya no estaba en mis brazos. Corrí desesperadamente,
otra vez hacia el mar, en un intento por encontrar, rescatar a mi hija y antes
de pisar agua, pude ver en la orilla un pequeño bulto de arena, que se agitaba
con fuerza, con llanto de bebé y sobre el bulto arenoso, un cangrejo que corría
asustado, buscando tierra firme donde escarbar. Finalmente, de un manotazo, le sacudí el cangrejo de
encima, tomé a mi hija entre mis temblorosos brazos y lloré
desconsoladamente.
Desde el momento en que recuperé a mi hija, lo
que hacía era llorar, pensando en que pudo haberse ahogado y tal vez nunca hubiese
recuperado su cuerpo. También pensaba en que me
entregaban su cuerpo azul, con su pancita hinchada como un globo de agua
y cuando más lloraba, era cuando pensaba que me entregaban sólo parte de su
cuerpo desmembrado por animales. Cada vez mi mente complicaba más los
resultados de aquél posible ahogamiento.
Así transcurrieron alrededor de casi cinco años,
aunque iba a la playa, no me metía al mar. Tomaba una pequeña vasija y le
echaba agua a mi hija al igual que a mí. Pasaba largas horas en estado de
ansiedad, inquietud y nerviosismo, sin quitarle la vista a mi hija de encima. Y
en un día de playa, podía llorar entre una y tres veces, recordando el episodio
de aquél terrible accidente.
Cuando mi hija cumplió los
cinco años, ya no se dejaba bañar a la orilla del mar, ella quería disfrutar
del agua y de las olas. Le ponía un salvavidas de brazo, un chaleco inflable y
un flotante circular y me instalaba a la orilla del mar a vigilar el baño
libre, alegre y divertido de mi hija y por ratos, cuando venía una ola grande y
la arrastraba, recordaba el pasado y volvía a llorar por lo que pudo haber
pasado.
En una de tantas veces, mi pequeña se percató de mi llanto y me preguntó
-¡Mami, por qué lloras? Yo le conté, lo que había pasado y lo que pudo pasar. Y
ella me respondió con la infinita sabiduría de la voz de la inocencia: -¿ Mami por
qué lloras por algo que no me pasó? Mírame aquí estoy, yo no me sé ahogar. Ay mami,
no llores, yo estoy viva. ¡No ves! Dile a papá Dios que estás feliz, porque no
me ahogué. Ven, te estás perdiendo de
divertirte conmigo. Me abrazo y me estampó un beso.
Las palabras de mi niña, me estremecieron y me di cuenta que tenía
razón: Había pasado casi cinco años, llorando, sufriendo, quejándome, lamentándome,
atormentándome por algo que no había pasado. ¡Había estado actuando
completamente fuera de mi verdadera realidad! Mi verdadera realidad, era que mi hija estaba viva, que yo era una
mujer y madre sumamente feliz, porque la vida, nos había regalado a ambas, una
nueva oportunidad de estar juntas. Había distorsionado la realidad. Dejé de agradecer,
de disfrutar de lo natural, lo simple y sencillo
de mi maternidad y el diario vivir; para complicarlo con todas aquellas
elucubraciones, que en un punto de mí experiencia vital, se convirtieron en una
especie de submundo tan real, que poco a poco se estaba apoderando de mi
verdadera realidad.
A veces actuamos como los cangrejos. Vivimos vagando, desplazándonos sobre nuestro fondo y nadando entre dos
profundidades. Escarbamos hasta lo más
profundo de nuestras arenas emocionales,
para autolastimarnos despiadadamente con nuestras pinzas mentales.
Marisol Gazcón
Foto tomada por mí, en Punta Arena.
Estado Nueva Esparta. Venezuela.
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